lunes, febrero 16, 2009

A robar carteras

Cuando abandoné mi pueblo natal para ir a Barcelona me di cuenta de que Can Fanga era un pueblo demasiado grande para ir a todos lados a pie. Aunque en aquellos tiempos los barceloneses aún tenían que descubrir que el carril bici era algo más que una zona de carga y descarga para taxis, yo en mi clarividencia rural vi la solución a mis problemas. A pesar de tenerme que adaptar a la dictadura de un ingenio curioso llamado semáforo, la bici se convirtió en seguida en mi Rocinante fiel.
Por desgracia mi bici de marca desconocida pero con una inscripción muy guay que decía “Top Bike”, cayó en las garras de algún cabronazo que me la chorizó del parking de la universidad. El único consuelo que me quedó era que como siempre le quitaba el sillín, de hecho alguna gente me conocía como “el que siempre lleva un sillín en la mano”, quizás el chorizo en cuestión sufrió algún incidente relacionado con esto.
A los dos días ya tenía otra bici comprada a un compañero de teatro, que me duró hasta que otro chorizo sodomita se fijó en ella. Después de eso pensé que tenía que poner freno a mi colección de sillines de bici. Fui al Pro Bike, me gasté los cuartos en una bici guapa y después me hipotequé para comprar los dos candados más bestias que encontré. La idea es que, hagas lo que hagas, toda bici se puede robar, pero digamos que con el tiempo y el esfuerzo que requiere rebentar mis candados sale más a cuenta ir a pispar otra, preferiblemente con sillín.
A pesar de tener que ir carreteando a todos lados el peso de la tranquilidad, el nuevo sistema dio buenos resultados. Aun así, a menudo solía hablar con nuestro señor para pedirle que velara por la bici y que sobretodo no permitiera nunca que pillara a un pispa in fraganti, ya que llegado el caso se va aver un fojón que no sabe ni dooonde sa metio. Hace cinco días nuestro señor decidió divertirse un poco.
Yo iba a coger la bici, encadenada a una farola, cuando me di cuenta que había un sujeto mirando la bici. Ralenticé el paso y, efectivamente, el pavo se agachó y empezó a chafardear con el candado.
Muchas veces, después de dejar mi apreciada Merida con suspensión, portaequipajes, manillar de doble altura, sillín de gelflex recubierto con una funda extra, timbre (de los de verdad, de los que hacen ring-ring, no de los que hacen ping-ping), smartled rojo posterior con 180º de cobertura, cat eye blanco frontal y reflectores de los colores correspondientes cubriendo los 360º… a menudo digo, después de dejarla atada a alguna farola, pensaba en cómo me gusta y en cómo me jodería perderla. Lo cual me llevaba a pensar cómo reaccionaría en caso de pillar al pobre infeliz que lo intentara.
En mis pensamientos los pispas siempre eran tíos muy chungos, que robaban bicis los días en que hacían fiesta de vender droga y extorsionar putas, y entonces yo llegaba por detrás, les daba un par de leches por sorpresa, decía alguna frase original y después la poli me daba una medalla y el pispa quedaba traumatizado y se hacía monje o algo.
En cambio llegado el momento, aunque me iba acercando al cabronazo que me quería robar la bici, no acababa de ver claro eso de reventar al pobre desgraciado. De manera que opté por pasar directamente a la segunda parte y decir la frase original.
En estos casos, y sin haberlo preparado, la elocuencia no es demasiado acertada y lo único que se me ocurrió fue un Qué, ¿quieres que te eche una mano, cabronazo? Evidentemente el tono debía ser irónico e intimidatorio, pero no lo debí acabar de acertar porque el pispa se levantó y se quedó mirándome con cara de preocupación, pero más bien porque parecía que se pensara que efectivamente le quería ayudar y él no tenía ningunas ganas de partirse el botín.
Como el pispa me seguía mirando pensé que se esperaba alguna explicación más por mi parte, de manera que le aparté de la bici al mismo tiempo que le decía “ ¡Que no me robes la bici, cojones!” en un tono Barrio Sésamo de lo más didáctico, para que le quedase claro que efectivamente era el propietario y robar bicis es malo.
El empujón que le di era de buen rollo, para que hiciera un paso atrás, entendiera el mensaje y se fuera. Digamos que no tenía ningunas ganas de que el señor ladrón se sintiera lo suficientemente ofendido como para decidir pelearse, de manera que la idea era que el empujón no degenerase en nada más. Pero el señor ladrón además de ladrón era un poco friki y en lugar de dar un paso atrás y ya está empezó a dar pequeños saltitos y a perder el equilibrio progresivamente. Recorrió unos dos metros así, tiempo en el que yo tuve tiempo de pensar “Ay, pobre hombre pero ¿qué hace?”, “Ay, a lo mejor le tendría que ayudar, que parece que se va a caer de culo“ y “Qué cojones le voy a ayudar, ¡que me quería robar la bici!”.
Efectivamente acabó en el suelo, pero entonces ya estaba claro que como mínimo no teníamos que preocuparnos por si se ponía violento. Y volvíamos a estar igual, él mirándome como esperando que dijera algo y yo preguntándome porqué cojones no se iba de una vez en lugar de quedarse a escuchar mis consejos.
Y yo, en un estallido de elocuencia “¡Que no me robes la bici coño!” y él, en una demostración de moralidad “Bueno, bueno, que a mí ayer también me intentaron robar la mía y yo no me puse así”. Perfecto, además de tener reflejos es catedrático de ética y filosofía.
Supuse que era inútil entrar a discutir la lógica de lo que me acababa de decir, asumí que era verdad y que el pobre al ver que le robaban la bici sólo había dado unos pasos atrás para acabar cayendo de culo, y me limité a ser simple y directo “Pues mira, a mí me toca la pera que me intenten robar” y el muy cabrón me respondió “Vale, vale, pero no me empujes ¿vale?” como si yo estuviera siendo muy mal educado.
Como evidentemente no me apetecía sentarme a discutir tranquilamente el asunto, que parecía ser el que esperaba, le dije que se fuera a cagar y me puse a desencadenar la bici para irme. Él se levantó y se volvió a quedar de pie como preguntándose donde tenía que ir a cagar exactamente, y mientrastanto yo le iba controlando de reojo por si sacaba un hacha o algo. Hasta que no le dije “¡Que te vayas coño!” no le quedó claro que ya tenía permiso para irse.

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