miércoles, octubre 29, 2008

Lesiones

- Fua tio, me he jodio el deo.

- Fua, que putada tio.

- Ya tio, joder, asín no puedo jugar a la Play.

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domingo, octubre 05, 2008

The way of the yoya (4 de 5)

El culo del mundo está definitivamente en el culo del mundo, y si quieres llegar tienes que bajar en la parada de Gorg y después andar un poco. Tranquilo, no pasa nada si no sabes donde cae esa parada, no hace falta saberlo a no ser que tu maestro abra un dojo allí y te toque pringar.

Al principio, los escasos valientes del Esportator con ánimo de aventurarnos en el territorio salvaje e inexplorado al que los nativos se refieren como Badalona, nos cooperábamos e íbamos juntos en coche para ahorrar costes y aprovechar la seguridad de viajar en rebaño. Bueno, ahorrar costes nosotros, que la gasolina la pagaba toda Enric, pero es que el era el único mayor y solvente. Los días que no nos cooperábamos tocaba coger el metro y, más o menos a partir de La Pau, hacer un viaje sideral acompañado de gente que aplaudía y cantaba (es que aún no había I-pods… ni vergüenza).

En el Yoya's Gym se aprendía deprisa, éramos una comunidad trabajadora y además teníamos grandes senpais para inspirarnos y tutelarnos, como Peluco, que al final de cada clase resumía la conduncta del buen Budoka en sus palabras llenas de sabiduría: “Y ahora pa casa, carretilla de ensalada, pajote y a la cama”.

Y también aprendíamos deprisa porque teníamos a Dimitri, un antiguo soldado del ejército ruso que cada dos o tres semanas venía triste a clase porque un par de colegas suyos habían palmado en una emboscada en Chechenia. No nos daba mucha pena, porque sabíamos que entonces Dimitri recordaba sus fantasmas y se pensaba que volvía a estar en la guerra y a la hora de hacer combate se olvidaba las normas básicas de conducta, tipo “No pegarás en las rodillas para intentar causar parálisis permanente” o “Si tu compañero se cae al suelo no te lanzarás en plancha para intentar rematarlo”. En días como estos nos alegrábamos mucho de que Karate signifique “Mano vacía” y por lo tanto a Dimitri no le fuera permitido coger ningún arma.

Por eso arpendíamos rápido, no era cuestión de dejar que un psicótico te arrancara la cabeza por estar distraido.

Entre pitos y flautas (y algunas ostias) me planté en cinturón marrón, y entonces Deep Blue me dijo que necesitaba ayuda. Deep Blue hacía tiempo que había empezado una especie de franquicia en el Yoya’s Gym haciendo clases de Karate extra-escolar a niños de un par de coles de Barna, y en el CEIP Diputación le hacía falta alguien que hiciera clases a niños de 6 y 7 años mientras él se ocupaba de otro grupo. Bueno, pensé, nos pagaremos las clases de Karate dando clases de Karate.

En un dojo la vida se rige bajo una disciplina escrupulosa y un gran respeto hacia el maestro y hacia los compañeros, lástima que nadie se lo había explicado a aquel grupo de bárbaros tronados en miniatura a los que me dijeron que tenía que enseñar. Resulta que las clases habían empezado hacía un mes y medio y hasta entonces habían tenido un maestro con una experiencia en artes marciales resumible en que una vez había hecho un perfect jugando al Street Fighter II. De manera que los chavales se pensaban que hacer Karate quería decir correr y gritar vestidos con un pijama blanco cual bellos internos de manicomio con sobredosis de Red Bull.

Primero intenté razonar con ellos verbalmente, pero después de dos intentos Deep Blue asomó la cabeza por la puerta y me dijo que quizás era mejor no utilizar expresiones del tipo “niño, mecaguenlaputavirgensantísima” con niños pequeños. De manera que decidí pasar a tácticas más simples: a chupar flexiones.

Básicamente la técnica consistía en que cualquier conducta reprobable implicaba chupar flexiones, o sea que calculo que la primera semana debíamos superar unas cinco veces cualquier récord anterior en la materia. En principio todos pasaban de todo con lo que todos chupaban flexiones; más adelante sólo la mitad la liaban pero, aplicando técnicas de psicología básica que había visto en una peli de telecinco, todos chupaban flexiones igualmente (el truco está en que se vuelvan los unos contra los otros); y finalmente sólo chupaban flexiones los cuatro que hacían barullo mientras sus compañeros se lo miraban (rollo vergüenza por el deshonor). Y todo esto reforzado con discursitos sobre la responsabilidad, el honor y la obediencia total y fanática a tu maestro, que aprovechaba para recitar cuando les tenía tumbados en el suelo mientras yo me paseaba con las manos en en cinturón y mirando al infinito (formación teatral aplicada). Al cabo de dos semanas tenía una clase de niños aplicados y brazos sobredimensionados.

Había otros problemas, como la afición que tenían las criaturas a sangrar por la nariz. Recuerdo escuchar explicar a mi madre (maestra de escuela durante mucho tiempo) cómo se puso de histérica la primera vez que un alumno empezó a chorrear por la nariz y la naturalidad con que sus compañeras de trabajo trataron el asunto. Y es que al final te acabas acostumbrando, por no decir que lo aburres.

La primera vez que me pasó a mí fue porque Marc quiso saltar de cabeza al Pao y Carlitos pensó que sería más divertido empujarlo él mismo. De manera que Marc saltó de cabeza… al suelo. Para acabarlo de arreglar los Karategis son de un blanco impecable que no ayuda precisamente a disimular las manchas, de manera que mi histeria iba empeorando a medida que Marc se iba convirtiendo en un jugador del Liverpool, aunque a él ya le estaba bien porque decía que así se parecía a Ken de Street Fighter. Le cogí por el karategui y le hice volar a recepción pidiendo a ver si tenían inyecciones o cosas para salvar al niño. El conserje alzó un ojo del Marca y me dijo “lávale la cara y métele un cleenex en la nariz”, yo le pregunté si no hacía falta hacer algo más, rollo transfusiones y tal, y él me contestó que podía probar con dos cleenex pero que entonces el niño no podría respirar. (Que caaaaabrón).

Resulta que pude comprobar que en realidad los niños chorrean sangre por la nariz por razones varias, pero normalmente como consecuencia de simplemente respirar, y que total al final no les importa mucho siempre que digas “eres muy valiente por no llorar” y les enchufes el cleenex de reglamento.

Después de cuatro meses los niños me adoraban, me idolatraban, creían que después de su padre yo era el hombre más fuerte del mundo, me regalaban dibujos de Son Goku hechos con plastidecor para colgar en la puerta de la nevera… Tenía un ejército de pequeños asesinos que obedecían mis órdenes fanáticamente (siempre que les prometiera que al final de la clase jugaríamos al escondite) y ya empezaba a planear cómo utilizar un par de divisiones para acabar con la democracia capitalista decadente y dominar el mundo, pero me salió otro trabajo mejor pagado y tuve que dejar el CEIP Diputación, mis niños y mis planes para un nuevo orden mundial.

Lástima, tenía pensado llamarlo Flanagancracia.

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The way of the yoya (1 de 5)
The way of the yoya (2 de 5)

The way of the yoya (3 de 5)

The way of the yoya (5 de 5)