martes, enero 22, 2008

The way of the yoya (1 de 5)

A los 18 años tenia los padres separados, los dos decidieron ir a vivir a Barna (en casas distintas, se entiende) y yo empecé la universidad. Todo fue rodado para dejar mi querido pueblo natal e ir a vivir a la gran ciudad, sobretodo si tenemos en cuenta que mi madre tuvo la gentileza de mudarse a un piso a 5 minutos en bici de la Pompeu.
La vida se vive muy diferente en un pueblo de 9.000 habitantes que en una ciudad de… muchos. Por ejemplo, al ir a la ciudad me dejé
perilla. Y ¿esto es muy significativo? No lo sé, pero es lo primero que hice.
Por otro ejemplo, mi vida deportivo-ejercitadora se vio totalmente alterada y se inició un camino que, por curiosidades de la vida, me llevaría a convertirme en un power ranger. Sí, jóvenes padawans, ésta es mi historia. La historia de Senpai Flanagan.
Aunque observando mi cuerpo musculado pueda parecer increíble, de joven no era un chiquillo demasiado deportista. Jugaba al fútbol, como todos los niños heterosexuales, pero no porque me entusiasmara sino más bien por falta de alternativas. Al llegar al instituto descubrí el vóley, y ese mismo verano los del ayuntamiento también lo descubrieron y pusieron pistas y redes en la playa.
Desde entonces mis veranos consistieron en playa y vóley, y durante el resto del año me tenía que seguir conformando con ir haciendo el partidito de fútbol semanal con los colegas. Sí, me hubiera podido enrolar en algún equipo de vóley pista en invierno, pero en Canet no había. Hubiera podido ir al pueblo de al lado, pero esto comportaba coger el tren y después andar hasta el culo del mundo donde estaba el pabellón, y como que no. Además, desde cuando un canetense juega en las filas del Arenys?
De todas maneras yo no estaba hecho para el Vóley federado. Mi técnica no era precisamente refinada, básicamente se trataba de saltar muy alto y meter la mejor castaña posible a la pelota apuntando a la cara del de delante (pero eso era siempre un accidente), y las normas a las que estaba acostumbrado tampoco eran demasiado oficiales.
Nuestro sistema de reglamentación se fundamentaba sobretodo en que quien más discutía y gritaba para defender si la pelota había tocado dentro o fuera tenía razón. El nivel de invasión de campo y de colgada en la red que se aceptaba era proporcional a la dificultad del remate, que no era cuestión de invalidar un punto guapo por pequeños detalles. Y si la pelota tocaba la red, contaba como si hubiera pasado de campo y la podías volver a tocar tres veces. Evidentemente en todas las discusiones por puntos, las opiniones de los de fuera del pueblo contaban menos, sobretodo porque nos decían que no teníamos ni puta idea.
Vaya, que no hubiera durado ni dos días en un equipo de federados (pringados...).
Al empezar la universidad tenía una nueva oportunidad y tenía muy claro que me quería apuntar en el equipo de vóley y al grupo de teatro.
En el Aula de Teatro entré gracias al monólogo de la Hiena de “Antaviana”, que trata sobre un asesino encarcelado que explica porqué le han trincado y que yo, aprovechando mi experiencia, enfoqué desde el punto de vista de un jugador de vóley al que han anulado un punto injustamente.
En el equipo de vóley no me admitieron, por discriminación sexual. Resulta que sólo había equipo femenino y me dijeron que no cumplía los requisitos mínimos. Federados de los cojones… bueno, cojones, cojones no, pero federados.
Con mis opciones de vóley frustradas y mis colegas del fútbol en Canet, aquél fue un curso de gran declive físico y dramatúrgica incipiente. El siguiente verano fue el último que pasé en Canet y en sus pistas de vóley, y al volver a Barna decidí que tenía que hacer algo respecto al invierno de películas en el sofá que se acercaba.
La UPF tiene (o tenía) un convenio con la UB para compensar su falta de instalaciones deportivas, de manera que a los pompeuanos se nos permitía inscribirnos a los programas deportivos de la UB por un módico precio. El único problema es que, si el pabellón de Arenys está en el culo del mundo, las pistas y gimnasios de la UB están mucho después de donde Jesucristo perdió la chancleta y donde sólo se llega si tienes un vehículo con capacidad de hiperespacio y propulsores anti-materia. Y aún así, vale más que lleves un libro para no aburrirte.
De todas formas, me apunté a “musculación” (aka levantar pesas y tal), fui una vez, me miré la sala enorme con máquinas varias, pensé “Ostia, qué aburrido”, me fui y no volví nunca más. De camino a casa aproveché para leer otro par de enciclopedias.
Por aquella época TV2 había empezado un convenio con el Canal Arte y de tanto en tanto hacían domingos temáticos en los que basaban toda la programación del día en un tema en concreto. Y coincidió que, un domingo que yo estaba amortizando el sofá, tocó “Artes Marciales” y me pasé todo el día viendo documentales sobre el tema intercalados con películas de samuráis.
A la hora de comer ya había decidido que quería ser ninja. ¿Por qué pasarte todo el rato levantando pesas cuando puedes aprender a romper ladrillos con el escroto?




The way of the yoya (2 de 5)
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The way of the yoya (5 de 5)

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