sábado, abril 19, 2008

The way of the yoya (3 de 5)

Mi camino marcial empezó en el gimnasio Sportator, un gimnasio a cinco minutos de casa en bici (oh gloria bendita) y que tenía la entrada decorada con tres bates de beisbol que mi futuro sensei había partido de un solo golpe de pierna una tarde de domingo en la que no daban nada bueno en la tele y se aburría.
Todo el mundo tiene sus estereotipos y definitivamente yo los tenía muchos definidos por lo que respecta a las artes marciales. Me esperaba un Chuk Norris de maestro y un pequeño ejército de Van Dammes como alumnos, pero la realidad a menudo nos hace tocar de pies en el suelo, como cuando descubres que las tías también se tiran pedos.
Si Chuck se hizo famoso con su melenita y su barba, mi sensei se lo afeitaba todo excepto las cejas. El tema de las round kicks también lo tenía un poco apartado, porque otro domingo había intentado de nuevo el truco de los bates de beisbol, pero esta vez con cuatro, y ganaron los bates. El sensei se destrozó la pierna y desde entonces se dedicó básicamente a la enseñanza, de manera que el mundo del Karate perdió a un competidor y el Decathlon a un buen cliente de la sección de beisbol, pero nosotros ganamos un maestro dedicado y eficiente. Más coyunturalmente, otro beneficiado del incidente fue el videoaficionado que grabó la gesta, la envió a
Impacto TV y se embolsó una pasta.
La primera decepción respecto a los alumnos fue que no había un triste chino, ni que fuera para dar un poco de color (amarillo), en toda la clase. La segunda, yo me pensaba que hacer artes marciales automáticamente te convertía en un tio musculado y atractivo, pero se ve que hay bastante gente que es capaz de dominar las artes marciales a la perfección sin que su estética salga beneficiada. En general los estereotipos de la clase variaban tanto como la gente que te puedas encontrar al entrar en un vagón de metro cualquiera.
Por ejemplo, Apolo era un chaval a quien sus padres, al ver la poderosa complexión física del chico, habían bautizado con el nombre de una discoteca del Paral·el. El colega consistía en 90 kilos de canon de Policleto
sobredimensionado y una cantidad parecida de disciplina. Se levantaba cada día a las cinco de la mañana para poder estudiar antes de ir a la universidad y así tener la tarde libre para ir a correr y hacer pesas y Karate. Una vez consiguió arrancar el saco del techo con un golpe de pierna voladora y supongo que a fecha de hoy debe trabajar para las fuerzas especiales de alguna agencia secreta.
Al lado de Apolo, y como si se tratase de la otra mitad de un experimento genético donde las cualidades hubieran estado repartidas, estaba Manolo. Básicamente la viva imagen de Manolo García despeinado pero con unos kilitos de más, fumador y gran recitador de chistes, a poder ser verdes. Era la prueba de que los
salchichas peleonas existen y ganaba todos los campeonatos a los que se presentaba.
Todos tenían sus excentricidades y peculiaridades, pero Víctor y sus discípulos hacían que el resto pareciéramos normales. Lo que le pasaba a Víctor era que aún no había descubierto que lo que sale en las películas es mentira, eso y el hecho de encontrarse en el apogeo de la adolescencia hacían que no acabara de entender que… bueno, que el resto de gente es normal. Al resto de los compañeros del dojo no nos molestaba que el chaval viviera con tanto furor su calidad de ninja, de hecho nos hacía bastante gracia y a menudo nos daba buenos temas de conversación y un material impagable para los chistes de Manolo. El problema era que al salir del gimnasio el colega continuaba igual, y cuando te encontraba por el barrio el cabronazo te saludaba a la japonesa y si tenías mala suerte e iba con su madre te presentaba como “este gran artista marcial con el que tengo el honor de entrenar” y tú pensabas “señora, no sé usted, pero yo estoy pasando vergüenza” mientras el cabrón iba haciendo reverencias. Por suerte el chaval era de la Iglesia Adventista del Séptimo Día (creo) y por lo tanto a partir de la puesta de sol del viernes hasta la puesta del día siguiente tenía prohibido hacer trabajo físico y no venía a clase. Por eso Dios parió la idea del sabath, para que Víctor nos dejase hacer clase en paz un día a la semana.
En el Esportator me pasé un año aprendiendo las bases del karate, hasta que se produjo el gran cisma
: el sensei decidió abrir su propio dojo.
Lo ideal hubiera sido que uno de sus discípulos hubiera tomado las riendas del l'Esportator y tener así una continuidad en las clases. Pero por alguna razón el sensei decidió que era mejor que nos fuéramos todos del gimnasio y nos apuntásemos a su nuevo dojo… la cual cosa a mi ya me iba bien, si no fuera porque su dojo estaba en Badalona. A tres cuartos de hora de mi casa.
La cuestión era que después del mal rollo entre el sensei y la gerencia del Esportator, que por alguna razón estableció una relación entre la dimisión del sensei y la baja de decenas de quotas de socios, todos los alumnos avanzados se iban con el sensei o simplemente dejaban el karate. Mis posibilidades se reducían a quedarme y hacer clase con cuatro principiantes (Víctor incluido) con ves a saber qué maestro de ves a saber qué estilo, o irme con el sensei y un porrón de cinturones negros... al culo del mundo.

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The way of the yoya (5 de 5)

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