miércoles, febrero 06, 2008

The way of the yoya (2 de 5)

Siempre me habían atraído las artes marciales. De pequeño tenía un arsenal de lo que a primera vista podían parecer palos de escoba, pero en realidad era mi colección de espadas y lanzas. Después de ver una peli de acción, normalmente me pasaba el resto de la tarde dando botes, gritando y rallando la mayoría de muebles de casa con mis palos. Un día mi madre se cabreó porque estaba harta de tropezar con todo aquello y me lo tiró a la basura. Fue uno de mis traumas de la infancia y en cierta manera lo que me hizo entrar en la “juventud”.
Con esto quiero decir que no es raro que con la maratón de pelis/documentales del verano del ’99 me quedase un poco flipado. Ya me acostumbraba a pasar esto al ver alguna peli de ostias, la diferencia fue que esa vez, al día siguiente la idea aún me rondaba por la cabeza.
De todas maneras el sentido común se impuso. Yo ha sabía que me cogían neuras de estas, de hecho no hacía mucho que me había gastado todos los ahorros en un equipo de aphnea para ir a hacer pesca submarina en invierno. La idea parecía buena, te compras un traje de neopreno y entonces ya te puedes bañar en la playa todo el año aunque haga frio. El problema es que descubrí que, aunque el neopreno realmente aísla muy bien, la parte de la cara que no te queda cubierta se congela igualmente y hace una pupita que flipas. De manera que usé el equipo un par de veces y ya está y encima en la primavera hice una estirada y el traje se me quedó pequeño. Si alguien está interesado aún vendo cinturón con plomos, guantes y cuchillo waterproof a buen precio.
No quería que esto se repitiera. No quería apuntarme a un dojo, comprarme el equipo, ir a dos clases y a la tercera decir “Ostia puta, qué pupita” y no volver más y guardar el equipo encima del de submarinismo. De forma que me dije “Chaval, si dentro de dos meses aún tienes ganas, pues te apuntas y si no pues no pasa nada, que la homosexualidad hoy en día está muy aceptada”.
Al cabo de un mes y medio decidí que perdidos al río y me empecé a buscar un profesor. A mí lo que me hubiera encantado hubiera sido hacer
Kendo, pero hay muy pocos dojos, las clases van caras y el equipo vale una pasta. Las espadas siempre han sido cosa de ricos y digamos que tradicionalmente quien se podía permitir una espada es la misma gente que hoy en día se puede permitir un Leopard II o un MIG-29. Además, en el Kendo sólo está permitido atacar a la armadura, que es precisamente donde no se apuntaría en un combate de verdad (suponiendo que te encuentres gente con armadura que te intenta cortar en dos cuando vas por la calle). También pensé que ya que nos poníamos mejor aprender algo que se pudiera utilizar en caso de necesidad. Quiero decir que si te encuentras en un lío no creo que sea muy fácil encontrar una espada a mano, que a mí me haría mucha ilusión pasearme por el mundo con un sable en la cintura, pero se ve que es ilegal y no veas qué marrón si quieres viajar en avión.
Pero por suerte existen las artes marciales de los pobres, donde no te tienes que comprar ni armas ni armadura y con un pijama blanco ya haces.
Power to the pueblo.
Acabé haciendo karate
Kyokushinkai por casualidad. En el gimnasio que estaba más cerca de casa hacían Karate y Aikido, entre otras cosas. Yo dudaba de qué camino coger, el Aikido vendría a ser un estilo blando e interno (luxaciones, proyecciones…) y el Karate uno duro y externo (ostias). Como no me sabía decidir finalmente apliqué una lógica muy simple. Por el mismo precio se hacían tres clases de hora y media de Karate a la semana, y Aikido sólo dos clases de una hora.
La primera impresión que tuve del Karate fue que, efectivamente, cuando te meten una ostia hace daño, y aún más si quien te está poniendo a caldo es un crío de cinco años y cinco palmos más pequeño que tú.
La segunda impresión fue que cuando no te meten una ostia, también hace daño. Las artes marciales en general son físicamente muy completas, trabajas velocidad, reflejos, fuerza, elasticidad, resistencia… En definitiva, todo y mucho, lo que significa que, cuando empiezas a practicarlas y partes de una condición física lamentable, las agujetas que tienes al día siguiente hacen que te plantees si estás haciendo artes marciales o estás haciendo el burro. Me pasé dos meses andando como Mazinguer Z y aguantando como los colegas de la uni se reian de mi. A los dos meses rompí un ladrillo con el escroto y ya no se rieron más.



The way of the yoya (1 de 5)
The way of the yoya (3 de 5)

The way of the yoya (4 de 5)

The way of the yoya (5 de 5)

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