El padre del inglés políglota no luchó al lado de ninguno de mis abuelos porque su guerra fue muy distinta. Él fue un hombre de ideales que marchó a ultramar para luchar contra el fascismo. Mis abuelos simplemente se encontraron la guerra en casa.
Saturio, de Madrid, no luchó al lado del brigadista porque no luchó al lado de nadie. La república le llamó a filas pero resultó que los fusiles no eran compatibles con la gafas de culo de vaso que calzaba. En lugar de eso se pasó la guerra en intendencia, en Santomera, Murcia, donde el y toda su familia estaban como refugiados y donde conoció a la que sería mi abuela.
El mismo día que se acabó la guerra mi abuelo paseaba por la calle cuando un camión lleno de “camisas azules” paró y se lo llevó. Uno de los que iba en el camión era un payo que había estado en intendencia con él y que tan pronto como los fascistas ganaron la guerra se le despertó un fuerte espíritu nacional-católico. El tio este era de los que se llevaba comida para casa y debía pensar que mi abuelo le podía comprometer, de manera que pal camión.
Durante unos días nadie supo que había pasado con él. La gente del pueblo había visto como los fascistas se lo llevaban de delante de la casa, pero nadie sabía a donde ni por qué. Finalmente averiguaron que estaba en la cárcel de Murcia, donde se chupo unos cuantos meses intentando esquivar el hambre y las enfermedades. Allá, el 3 de julio del 39, celebró su veinteavo aniversario. Allá vió como un amigo adelgazaba, enfermaba y moría como tantos otros.
Al cabo de un tiempo a él y a unos cuantos más los realojaron en un convento de monjas donde las condiciones eran menos miserables. Pero el traslado no fue muy agradable porque los movieron de noche y se pensaron que les harían “el paseillo”, que quiere decir que te hacen caminar y luego te disparan a la espalda.
Su familia tuvo que volver a Madrid y su hermana mayor se quedó para esperarlo y cuidarlo. De vez en cuando le llevaba comida intentando que coincidiese con los días en que los guardias eran Carlistas, porque los Falangistas les “confiscaban todo lo que fuera comestible.
Finalmente le dejaron ir tal y como le habían hecho prisionero, sin ninguna explicación ni documento. En plena noche él y otro hombre se vieron en la calle. Otra vez pensaron en “el paseillo” y tan pronto como la puerta de la cárcel se cerró detrás suyo arrancaron a correr cada uno para un lado. Él se fue escondiendo hasta llegar a la parada de los coches de línea de Santomera donde la que vendía los billetes le conocía y le dejó dinero para el viaje.
Cuando finalmente volvió a Madrid se encontró con que la casa de la familia había sido frente de guerra y nada más quedaban, literalmente, las paredes. Pero estaba vivo.
Saturio, de Madrid, no luchó al lado del brigadista porque no luchó al lado de nadie. La república le llamó a filas pero resultó que los fusiles no eran compatibles con la gafas de culo de vaso que calzaba. En lugar de eso se pasó la guerra en intendencia, en Santomera, Murcia, donde el y toda su familia estaban como refugiados y donde conoció a la que sería mi abuela.
El mismo día que se acabó la guerra mi abuelo paseaba por la calle cuando un camión lleno de “camisas azules” paró y se lo llevó. Uno de los que iba en el camión era un payo que había estado en intendencia con él y que tan pronto como los fascistas ganaron la guerra se le despertó un fuerte espíritu nacional-católico. El tio este era de los que se llevaba comida para casa y debía pensar que mi abuelo le podía comprometer, de manera que pal camión.
Durante unos días nadie supo que había pasado con él. La gente del pueblo había visto como los fascistas se lo llevaban de delante de la casa, pero nadie sabía a donde ni por qué. Finalmente averiguaron que estaba en la cárcel de Murcia, donde se chupo unos cuantos meses intentando esquivar el hambre y las enfermedades. Allá, el 3 de julio del 39, celebró su veinteavo aniversario. Allá vió como un amigo adelgazaba, enfermaba y moría como tantos otros.
Al cabo de un tiempo a él y a unos cuantos más los realojaron en un convento de monjas donde las condiciones eran menos miserables. Pero el traslado no fue muy agradable porque los movieron de noche y se pensaron que les harían “el paseillo”, que quiere decir que te hacen caminar y luego te disparan a la espalda.
Su familia tuvo que volver a Madrid y su hermana mayor se quedó para esperarlo y cuidarlo. De vez en cuando le llevaba comida intentando que coincidiese con los días en que los guardias eran Carlistas, porque los Falangistas les “confiscaban todo lo que fuera comestible.
Finalmente le dejaron ir tal y como le habían hecho prisionero, sin ninguna explicación ni documento. En plena noche él y otro hombre se vieron en la calle. Otra vez pensaron en “el paseillo” y tan pronto como la puerta de la cárcel se cerró detrás suyo arrancaron a correr cada uno para un lado. Él se fue escondiendo hasta llegar a la parada de los coches de línea de Santomera donde la que vendía los billetes le conocía y le dejó dinero para el viaje.
Cuando finalmente volvió a Madrid se encontró con que la casa de la familia había sido frente de guerra y nada más quedaban, literalmente, las paredes. Pero estaba vivo.
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